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“Movimientos en movimiento (Rezar por ellos en la iglesia)»

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El Espíritu Santo no deja de velar por la Iglesia y continuamente envía sus dones -llamados “carismas” por los teólogos- para el bien de ésta y, a través de ella, para el bien de la humanidad. Algunos de esos dones tienen una dimensión que superan lo individual para convertirse en asociativo. Los carismas asociativos son enviados siempre a través de una o varias personas -el fundador o los fundadores- y es el propio Espíritu Santo quien se encarga de tocar el corazón de otras personas para que se unan al fundador y se vaya afianzando la comunidad que acoge ese don del Espíritu, lo aplica en su vida personal y se lo ofrece al conjunto de la Iglesia como una realidad viva que se pone a su servicio. Pongamos un ejemplo: ante una carencia de pan, una persona decide instalar un horno y repartir el pan entre los necesitados; otras personas se dan cuenta de que es una labor útil y necesaria y se unen al que tuvo la inspiración del Espíritu Santo y así se van abriendo panaderías por doquier; pero las panaderías no ofrecen su producto sólo a los que trabajan en ellas, sino que lo reparten entre todos los que acuden a buscarlo, aunque no formen parte del grupo de panaderos. Otro ejemplo: yo soy franciscano de María y no soy carmelita ni agustino, pero eso es sólo desde el punto de vista institucional, porque soy un discípulo de Santa Teresa de Jesús y de San Agustín, cuyo influjo en la Iglesia va mucho más allá de las órdenes y congregaciones imbuidas de sus carismas. La influencia de estos santos no se limita a esas instituciones, sino que beneficia a toda la Iglesia o, por lo menos, a todos los que quieren beneficiarse de ella, aunque no tengan una relación de pertenencia con esas instituciones. Las monjas carmelitas descalzas -por poner un ejemplo- serían las magníficas panaderas que preparan el pan que otros que no somos carmelitas comemos hasta saciarnos. Sin los panaderos, no habría pan, pero el pan que hornean no lo comen sólo ellos.

El Espíritu Santo ha cuidado siempre de su Iglesia enviando continuamente nuevos carismas. Basta con recordar los de los grandes santos fundadores: la pobreza de San Francisco, la búsqueda y defensa de la verdad de Santo Domingo, la obediencia de San Ignacio, el servicio a la educación de los niños de San Juan Bosco o el de los pobres más pobres de Santa Teresa de Calcuta. Pero ya antes del Concilio Vaticano II el Espíritu Santo mostró una actividad inusual, seguramente en preparación a lo que iba a venir, y envió sus dones en un número extraordinario. Pienso en el Opus Dei, en Schoenstatt, en Comunión y Liberación o en los Focolarinos. O en los que surgieron después del Concilio, como los neocatecúmenos o los carismáticos católicos. Todos ellos, y otros muchos, han sido decisivos para evangelizar en las últimas décadas y, cada uno según su propio carisma, se han enfrentado a los retos que el secularismo agresivo que padecemos presenta a la Iglesia y a la sociedad. Si las cosas no van bien, sin esos movimientos hubieran ido mucho peor. Sin embargo, desde hace unos años -quizá coincidiendo con la muerte de los fundadores- muchos de ellos han perdido su empuje y, sin llegar al declive de las congregaciones religiosas, se puede decir que ya no son lo que eran. Quizá sea por eso por lo que el Papa ha pedido que, durante este mes de mayo, se rece por ellos, a los que ha calificado como un don y una riqueza para la Iglesia. Y a esos movimientos les ha pedido precisamente que estén, como su propio nombre genérico indica, “en movimiento”. Ellos han sido los motores de la Iglesia y, si el motor se para, también se parará el organismo que tiene que mover.

Me parece muy bien, por lo tanto, la iniciativa del Papa pidiendo que se rece por los movimientos, pero yo le pediría al Santo Padre que devolviera a los obispos diocesanos la capacidad de discernir y aprobar los nuevos carismas que el Espíritu Santo sigue enviando a la Iglesia. ¿Con las normas actuales habrían podido nacer y crecer los movimientos por los que ahora se pide rezar? ¿No son los obispos diocesanos los que, por estar más cerca del lugar donde surge el movimiento, pueden hacer un discernimiento mejor? Seguro que ha habido abusos y, posiblemente debido a ellos, se les privó a los obispos de algo que había sido hasta ese momento de su competencia, pero ¿no es hora de replantearse si las limitaciones establecidas ya no son necesarias? Y no lo digo por los Franciscanos de María, que tenemos ya la aprobación pontificia, sino por los muchos que veo que surgen y que podrían ser en el futuro grandes dones para la Iglesia.

Fausto Garcia.