Continuando con la exhortación apostólica, “Alégrense y regocíjense”, del papa Francisco, en el capítulo segundo, trata sobre dos falsificaciones sutiles que podrían desviarnos del camino a la santidad: el gnosticismo y el pelagianismo.
Son dos herejías que surgieron en los primeros siglos del cristianismo. En ellas se expresa un inmanentismo antropocéntrico disfrazado de verdad católica. Ambas corrientes filosóficas nos pueden llevar a falsas seguridades, cayendo en un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
El gnosticismo actual quiere una mente sin Dios y sin carne. Quiere una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos. Lo que mide la perfección de la persona es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos que acumulen. Conciben una mente sin encarnación. Al descarnar el misterio finalmente prefieren un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo.
El gnosticismo considera que su propia visión de la realidad es la perfección. Pretende domesticar el misterio, tanto el misterio de Dios, como el misterio de la vida de los demás.
Cuando alguien tiene respuestas a todas las preguntas, demuestra que no esta en un sano camino y es posible que sea un falso profeta. Quien lo tiene claro y seguro pretende dominar la trascendencia de Dios. ¿Dónde esta Dios? misteriosamente en la vida de toda persona. Las mentalidades gnósticas rechazan lo que no pueden controlar.
La razón humana tiene sus límites. Nosotros llegamos a comprender muy probablemente la verdad que recibimos del Señor. Con mayor dificultad todavía logramos expresarla. En realidad, la doctrina, no es un sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas, cuestionamientos. Hemos de estar abiertos a escuchar al pueblo, pues sus preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan. No por tener una alta formación, somos superiores a los demás. Teología y santidad son un binomio inseparable.
El pelagianismo es el otro enemigo sutil de la santidad. Ya no era la inteligencia (postura gnóstica) la que ocupaba el lugar del misterio y de la gracia, sino la voluntad (postura pelagiana). Se olvidaba que todo depende no del querer o el correr, sino de la misericordia de Dios (Rm 9,16). El que sigue esta corriente es, el sujeto que confía más en sus propias fuerzas que en la gracia de Dios. Se pretende ignorar que no todos pueden con todo. San Agustín nos viene a enseñar a hacer lo que se pueda y pedir lo que no puedas, o bien decirle al Señor humildemente: “Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”.
La Iglesia nos ha enseñado que no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa. El don de la gracia sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana. A partir del don de Dios, hemos de dejarnos transformar por su gracia. Se trata de entregarle nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad. Cuando encorsetamos el Evangelio, y colocamos la vida de la gracia en unas estructuras humanas, terminamos fosilizados o corruptos.
Felipe de Js. Colón
El autor es, Juez del Tribunal Eclesiástico