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Creyeron en Dios, ayunaron y se vistieron de saco

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(Infocatolica)

Parte del episcopado sigue negando las Escrituras y la Tradición diciendo que Dios nunca castiga. El último en hacerlo ha sido el cardenal Antonio Marto, obispo de Leira-Fátima (Portugal), que ante la mera sugerencia de que la actual pandemia sea un castigo de Dios ha dicho:

«Esto no es cristiano. Sólo lo dice quien no tiene en su mente o en su corazón la verdadera imagen de Dios Amor y Misericordia revelada en Cristo, por ignorancia, fanatismo sectario o locura».

No me negarán ustedes que tiene su gracia que diga eso el obispo donde está el Santuario de la Virgen de Fátima, que en uno de sus mensajes dijo a Jacinta:

«Es preciso hacer penitencia. Si la gente se enmienda, Nuestro Señor todavía salvará al mundo; mas si no se enmienda, vendrá el castigo».

Dejando de lado los que hablan como si fueran incrédulos, vayamos a lo que Dios nos ha revelado. Vaya por delante que, aunque yo creo que lo es, no podemos asegurar con certeza absoluta que la actual pandemia es un castigo de Dios en el sentido de que ha sido enviada por Él. Ahora bien, no se puede negar que, como poco, la ha permitido.

Lo que debemos preguntarnos hoy no es tanto si estamos o no ante un castigo de Dios, sino cómo debemos obrar, movidos por su gracia, en medio del actual sufrimiento y el que vendrá como consecuencia de la pandemia. La Escritura nos da la respuesta. Tomemos como ejemplo una situación en la que el castigo de Dios fue anunciado por un profeta: Nínive.

Estuvo Jonás deambulando un día entero por la ciudad, predicando y diciendo:
-Dentro de cuarenta días Nínive será destruida.
Las gentes de Nínive creyeron en Dios. Convocaron a un ayuno y se vistieron de saco del mayor al más pequeño. Cuando llegó la noticia al rey de Nínive, se levantó de su trono, se quitó el manto, se cubrió de saco y se sentó en la ceniza. Y mandó pregonar y decir en Nínive, por decreto del rey y de sus magnates, lo siguiente.
-Hombres y bestias, vacas y ovejas, que no prueben nada, ni pasten ni beban agua. Que hombres y bestias se cubran de saco y clamen a Dios con fuerza. Que cada uno se convierta de su mala conducta y de la violencia de sus manos. ¿Quién sabe si Dios se dolerá y se retraerá, y retornará del ardor de su ira, y no pereceremos nosotros?

Dios miró sus obras, cómo se convertían de su mala conducta, y se arrepintió Dios del mal que había dicho que les iba a hacer, y no lo hizo.
Jon 3,4-10

Fíjense ustedes en la secuencia de los hechos. El profeta anuncia el castigo divino. La gente cree en Dios y se pone ipso facto a hacer penitencia. Por su fuera poco, el rey decreta que la penitencia ha de ser realizada todos y pide la conversión. Se convirtieron, hicieron penitencia y Dios no los castigó.

Si el Señor hizo eso con un pueblo que no era el suyo, ¿qué no haría si su pueblo actual, la Iglesia, siguiera los pasos de los ninivitas y cumpliéramos lo que predicaba San Pablo a todos? A saber, «que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de penitencia (arrepentimiento)» (Hch 26,20).

Leamos también la oración del profeta Daniel intercediendo a Dios por el pueblo pecador que había sido castigado. Está en el capítulo 9 de su libro. Así explica el profeta lo que hizo:

Después me dirigí al Señor Dios, implorándole con oraciones y súplicas, con ayuno, saco y ceniza.
Dan 9,3

Merece la pena leer toda la oración de Daniel.

Es cosa buena, por tanto, clamar a Dios y hacer penitencia. Como individuos y como pueblo. ¿Qué nos impide hacerlo en las actuales circunstancias? Nada.

De hecho, hoy vivimos rodeados de pecado, tanto en el mundo como dentro de la propia Iglesia. No hace falta que escriba una lista completa de las barbaridades que se cometen en nuestra naciones. No es necesario que recuerde todos los escándalos cometidos por miembros de la Iglesia, especialmente por no pocos consagrados. Y cada uno de nosotros es bien consciente de sus propios pecados.

Por tanto, hoy, aquí y ahora es tiempo de conversión, de penitencia y de ofrecimiento al Señor de los sufrimientos que padecemos por esta pandemia. Ya sea porque hemos caído enfermos nosotros o nuestros seres queridos -incluso pueden haber muerto-, ya sea porque vislumbramos un horizonte económico catastrófico, ya sea porque nos duele en el alma no poder asistir a Misa a dar culto público a Dios.

En uno de los grupos de Whatsapp de los que formo parte, una hermana en la fe nos decía esto:

Verdaderamente, el no poder comulgar está siendo muy duro… Quiera Dios, en su infinita Misericordia, acortarnos este duro periodo de prueba… (o castigo o lo que fuere…)

Le respondí:

Hay que ofrecer ese sufrimiento por no poder comulgar al Señor, precisamente en reparación por todos los pecados de los miembros de su Iglesia, en especial de los consagrados. Y ya de paso, darle gracias por mostrarnos la necesidad que tenemos de comulgar. El hecho de que suframos por no poder hacerlo es signo de su presencia en nuestras vidas. Mala señal sería que fuéramos indiferentes.

No sugiero nada que no haya pedido la Iglesia a lo largo de los siglos. De hecho, no es casual que en prácticamente todas sus apariciones, nuestra Madre la Virgen María haya pedido conversión y penitencia.

Como enseña San Pablo, allá donde abunda el pecado sobreabunda la gracia. Seamos instrumentos de la gracia del Señor para la conversión de los hombres y la sanación de una Iglesia malherida por el pecado, los escándalos y las herejías.

Señor, no tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia.

Que por la gracia de Dios, pongamos nuestra fe en marcha.

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.

Laus Deo Virginique Matri

Luis Fernando Pérez Bustamante