Muchísimas veces, ya que es la plegaria eucarística que más se emplea, oímos la expresión: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad…”
¿Hay acaso, es posible, otra vez de dirigirse a Dios que no sea pedirle humildemente?
Consideremos esa expresión de la plegaria eucarística II.
La Iglesia ante Dios se sabe sierva, pequeña, nunca dominadora. Los mismos hijos de Dios se dirigen a Él con confianza y audacia, pero, al mismo tiempo, sin descaro ni imposición. La confianza filial en Dios no está reñida con la adoración, el respeto, la sacralidad. Se está ante Dios mismo, trascendente, omnipotente y Padre al mismo tiempo. Es una conciencia clara de pequeñez ante la grandeza de Dios, por eso se evita la presunción, la arrogancia, el lenguaje impositivo y demasiado coloquial que rebaja a Dios a alguien manipulable.
Si leemos el Catecismo de la Iglesia Católica, la adoración va unida a la humildad:
2097 Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (cf Lc 1, 46-49). La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.
2628 La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el “Rey de la gloria” (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre […] mayor” (San Agustín, Enarratio in Psalmum 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.
“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad” (PE II). Así se ora a Dios, así la Iglesia eleva sus súplicas, así reza el cristiano: “humildemente”. Lleno de confianza para llamar a las puertas del Corazón de Dios, pero con humildad; con perseverancia, pero con respeto filial. Todo el lenguaje de la liturgia en sus plegarias, oraciones y preces posea la característica de la humildad y el respeto al dirigirse al Padre: “Señor Dios, Padre todopoderoso”, “Dios todopoderoso y eterno”.
Al orar, la Iglesia adopta un profundo espíritu de humildad y reverencia. En el Canon romano, ruega a Dios que acepte la Ofrenda del altar y sea para los comulgantes gracia y salvación; al hacerlo, el sacerdote profundamente inclinado ruega:
“Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel, para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición”.
Sólo con humildad se pueden celebrar los santos misterios y entrar en el Misterio de Dios. La liturgia, siempre la gran educadora del espíritu cristiano, inculca la humildad a los hijos de la Iglesia.
Una de las invitaciones al acto penitencial de la Misa, afirma así dirigiéndose el sacerdote a los fieles: “Humildes y penitentes como el publicano en el templo, acerquémonos al Dios justo, y pidámosle que tenga piedad de nosotros, que también nos reconocemos pecadores”. Éste es, pues, el tono espiritual para acercarse al Señor en la liturgia y dirigirle nuestra plegaria.
La liturgia cristiana es vivida por la Iglesia con un gran sentido sagrado y espíritu humilde: “al celebrar tus misterios con culto reverente”[1]; también reconoce su pequeñez, como la Virgen María la confesó en el Magnificat, y pide: “Mira complacido, Señor, nuestro humilde servicio, para que esta ofrenda te sea agradable y nos haga crecer en el amor”[2].
Esa misma humildad del espíritu cristiano suplica y espera que se celebre y se viva dignamente la celebración eucarística: “Oh Dios, que obras con poder en tus sacramentos, concédenos que nuestro servicio sea digno de estos dones sagrados”[3]; “concédenos, Señor, que podamos servirte en el altar con un corazón puro”[4]; así, “purificados por tu gracia, podamos participar más dignamente en los sacramentos de tu amor”[5].
Cristianamente, la humildad es grata a Dios: derriba a los soberbios y enaltece a los humildes; el que se ensalza, será humillado y el que se humilla, será enaltecido.
Es lo que ponemos de manifiesto en la misma plegaria eucarística: “Te pedimos humildemente”.