Cuantas veces a lo largo de nuestras vidas nos hemos sentido solos, muchos hemos vivido dramas que nos dejan profundas heridas.
De pequeños nos arropa el amor de los padres y hermanos, entramos al crecer en un mundo que se nos seduce, a veces ese mundo es una red que nos atrapa de diversas maneras.
Nacer es una cadena, somos parte de un núcleo familiar, «Creced y multiplicaos» es la frase bíblica que casi todos acatamos, nos obstinamos en formar una familia, sin soltar el cordón umbilical que nos une a nuestras raíces, tenemos hijos que crecen y obedecen el credo al igual que nosotros, vuelan como lo hicimos y lejos de nosotros o cerca, construyen su nido y nuevos eslabones se unen a la cadena.
La vida guarda experiencias insospechadas, unas veces gratas, otras no tanto, sin embargo siempre está ahí la familia a la que nos unen esos lazos de afecto que cerca o lejos, son cadenas de amor que nos consuelan cuando la angustia hace mella en el corazón.
Ojalá tuviéramos el poder de tomar el tiempo en las manos y moldear la vida, de manera en que siempre pudiéramos tener junto a nosotros a nuestros seres queridos.
Reconforta que aunque nos marchemos lejos del lar familiar, separados de los padres y hermanos, aunque marchen los hijos, no hay fuerza humana que nos impida reunirnos, no existe distancia que nos atemorice y volamos a ese encuentro entrañable.
Cuántos de nosotros quisiera hoy sentirse libre para volar a corta o larga distancia, cuánta ha sido la amargura de unos días en que sentimos encogida la conciencia por tantas muertes de seres humanos a los que no conocíamos, más es lo menos importante, pues nos conmueve la realidad triste que vive el planeta.
Cuántas veces agobiados por diferentes circunstancias, hemos sentido ganas de volar y volamos, ahora sin embargo, somos prisioneros del acaso, todos en cualquier parte del mundo compartimos idéntico destino.
No existe ningún lugar que esté libre del flagelo que nos abate y es ahora cuando estamos en capacidad de valorar el verdadero sentido de la libertad.
Porque el principal prisionero es el corazón acongojado por nuestros hijos, por la familia en general, porque a pesar de estar cerca, hay que permanecer lejos, porque el abrazo que conforta nos está prohibido y solo la palabra en su infinito poder nos consuela en este compás de espera que pesa sobre la humanidad.
Dios en su infinita misericordia extenderá su mano y rescatará a nuestro mundo, aferrados a esa certeza tenemos la obligación de permanecer unidos y contribuir en la medida de lo que cada uno pueda aportar, si se nos pide permanecer en casa, acatar ese mandato hasta que todo pase.
Seamos fuertes y consecuentes, no perdamos la esperanza y muy pronto, Dios permitirá que podamos volver a abrazarnos.