Las epidemias son eventos naturales a pesar de que desde los tiempos bíblicos la gente las ha atribuido al disgusto de Dios por nuestros pecados, o a la furia de divinidades paganas porque sus creyentes no cumplieran con sus deseos. Fue tanto así, que la epidemia de lepra que azotó a Israel, Egipto y pueblos mesopotámicos 1500 a. C., provocó tal pánico y angustia en aquellos pueblos, que el apóstol San Pablo ya en el año 56 de la E.C., al parecer después de leer la historia sobre aquella enfermedad descrita en el libro del Antiguo Testamento llamado Levítico, le causó tanta impresión, dado el rechazo y asco que provocaban las lesiones llagosas de los enfermos, que llegó a comparar los pecados o transgresiones cometidos por judíos y gentiles de su época contra los mandamientos de Dios, con la lepra. Desde entonces es común que los cristianos hablemos de “la lepra del pecado”.
Es común que los pueblos se alarmen ante la aparición de una enfermedad aguda, infecciosa y contagiosa capaz de llevar a la muerte a cientos, miles o a millones de personas que la contraigan. La epidemia de peste negra ocurrida a mediados del siglo 13 y luego la de influenza o gripe española en 1918, que mató a varios millones de seres humanos, son graves y espantosos ejemplos que motivan el miedo de la gente cada vez que aparece en cualquier parte del mundo una enfermedad con características epidémicas o tal vez de pandemia como ocurre hoy con la infección respiratoria causada por Coronavirus.
Aunque la tasa de muertes provocada por COVID-19 es baja, sin embargo, la preocupación que ha provocado en todo el planeta se debe a su rápida diseminación y su poder de contagiosidad, por lo que su capacidad de contagio es comparable a la del virus del sarampión. Digo que es comparable a la contagiosidad y diseminación del virus del sarampión porque basta con que uno o dos niños contraigan sarampión en un barrio, supongamos como “Los Salados” en Santiago o “24 de Abril” en la capital o “Sal si puedes” en Moca, cuyas respectivas densidades de población son como las de los ronquidos de borrachos, para que en una semana no menos del 80% de los infantes de uno de cualquiera de esos barrios, se contagie de sarampión. Por suerte, que no importa que una enfermedad viral sea muy contagiosa o que tenga una enorme velocidad de diseminación, si cuando aparecen los primeros casos ya existe una vacuna eficaz contra la misma.
Cuando aparece una epidemia, a la población hay que educarla en cuanto a cuál es la fuente o cadena de contagio, cuál es el agente infeccioso, qué tan virulento es el germen que la causa, qué patogenicidad tiene, qué poder de invasividad tiene el virus o la bacteria que la provoca, qué tan veloz es su diseminación en la población, grado de infectividad, portador asintomático, duración del periodo de incubación, síntomas más prominentes de comienzo, las medidas precautorias a tomar por la población expuesta para reducir la posibilidad de contagio, si existe o no una vacuna para prevenirla y la cantidad o porcentaje de muertes que provoca, es decir, cuántos mueren por cada 100 contagiados.
Existen más vacunas para enfermedades provocadas por virus que para las provocadas por bacterias y protozoarios. Todavía no existe una vacuna efectiva y total contra la tuberculosis ni contra el paludismo que hoy contagian y matan a millones de personas en el mundo
El agente infectante es aquel virus o bacteria que finalmente se descubre como causante de una enfermedad o epidemia. La fuente o cadena de infección se refiere al germen o virus responsable de la enfermedad y a los primeros afectados que ahora se convierten en transmisores de la misma porque a partir de estos se contagian las personas con las que entran en contacto que, en el caso del coronavirus, el contagio viene por las gotitas o partículas de esputo, secreción o saliva que salen de las gargantas y narices de los enfermos al toser o estornudar frente a otras personas y con esas mismas partículas que caen sobre mesas, libros, utensilios, toallas y ropa que al ser tocadas por los sanos, sus manos se contaminan y al llevarlas a la boca o la nariz, también pueden dejar en estos órganos las partículas de moco cargadas de virus contagiosos.
La patogenicidad de un virus se refiere a la capacidad de este para provocar enfermedad, y la invasividad a su capacidad para invadir y causar daño en muchos órganos del cuerpo simultáneamente. Por ejemplo, el virus del polio tiene menor patogenicidad que el virus de la hepatitis B, pero es más invasivo que este último, pues el virus de la hepatitis B solo afecta al hígado, pero el virus polio invade la médula espinal y cinco zonas importantes del cerebro del enfermo. Si un virus tiene gran capacidad de provocar infección e invade varios órganos, entonces decimos que su virulencia es alta.
Saber la velocidad de diseminación de un virus es importante porque esto nos hace sospechar en qué tiempo pasará de un pueblo a otro o de un país a otro. Aquí está el caso del coronavirus; en solo dos meses ha llegado a 159 países. Es tan veloz como el virus del sarampión. El virus Sida tardó tres años en llegar a 100 países.
Muchos virus no se contagian mientras el enfermo está en el periodo de incubación de la enfermedad, pero el coronavirus sí, y es a esa capacidad que llamamos “grado de infectividad”. Ahora solo esperamos que coronavirus no sea capaz de producir los llamados “portadores crónicos”, pues si así ocurriere, controlar la pandemia tardará al menos 10 años. No olvidemos que controlar la pandemia del Sida tardó 25 años.
Finalmente, aunque parece que coronavirus tiene una baja invasividad, pero como su patogenicidad es alta, lo prudente es de momento, no tener relaciones sexuales con personas que hayan estado en contacto físico reciente con sospechosos de padecer la enfermedad y menos aún con aquellos que fueron positivos para dicho virus aunque no desarrollaran una enfermedad importante. Absténgase por lo menos seis semanas. Todavía no se ha observado ningún caso sospechoso de haberse contagiado por sexo, pero recordemos que al principio de la epidemia de Sida, creíamos que el contagio solo era a través de sangre y semen, luego se observó que el virus también invadía el fluido vaginal de la mujer, que el virus atravesaba la mucosa vaginal intacta y que en las mucosidades y secreciones bronquiales de los enfermos había tantos virus como en el semen.
Es mejor posponer una “jugada” por seis semanas, que morir en menos de dos.
Por Pedro Mendoza.