Un día como hoy, 23 de agosto, Dios creador, a través del amor fecundo de mis padres, me regaló el don de la vida. Al hablar de sí mismo, se puede caer en una insulsa vanagloria, pero no reconocer lo que Dios ha hecho en mi vida, sería mostrarse desagradecido de su bondad, amor y misericordia.
Lo que más me ha ayudado a vivir la vida positivamente, ha sido conocer a Cristo. Sin Él, la brújula de mi corazón hubiera perdido el horizonte. Alguien ha dicho, que los años que pasan son como los ladrillos, que sirven para construir la sabiduría y la paz de espíritu. Amar es rejuvenecerse, odiar y despreciar es envejecer. Para el que ama el corazón siempre es joven.
Recibí el sacramento del bautismo a los ocho meses de haber nacido. Mis padres: Roque (difunto) y Thelma, en aquella ocasión, se habían comprometido a guiarme por los caminos de Dios. Mi Primera Comunión, la recibí a los 12 años, en la Capilla Santa Clara de Asís, del populoso barrio del Ensanche Bermúdez, de la ciudad de Santiago de los Caballeros. Fue un día de mucha alegría para mí, ese mismo día, mi hermano mayor Jorge, y mi primo Alejandro (Nano), recibíamos a Jesucristo hecho pan. Desde ese día mi vida dio un giro, por el compromiso, que siendo pre-adolescente, asumía. Tuve como un catequista, al Reverendo diácono Juan Gabriel (difunto).
Al terminar la etapa de formación catequética, preste servicio como catequista, y más luego como monaguillo y lector. Fueron años de crecimiento y de servicios desinteresados a mi comunidad parroquial. A los 15 años, recibo la llamada del Señor a ser sacerdote. Esperé que esa llamada fuese madurando, me puse en las manos de la Virgen María, no tenía prisa, mientras continuaba mis estudios de bachillerato en el Liceo Ulises Francisco Espaillat (UFE).
En la primavera del año de 1984, y próximo a cursar el último grado de bachillerato, participo de la Jornada Vocacional, en el Seminario Menor San Pío X. Fue una experiencia que me ayudó a discernir, de lo que había que renunciar, incluso a cosas legítimas, abrazar la vocación sacerdotal, suponía mucha fe en Dios, voluntad alegre y sacrificio.
En el verano de ese mismo año, 31 de agosto, me recibió Monseñor Vinicio Disla. Recuerdo que éramos 35 seminaristas de diferentes provincias. Todos con la ilusión de servir a la Iglesia desde el sacerdocio. Allí coincidí con Edwin Alonzo y Aridio Luzón. De la diócesis de Puerto Plata: Juan Batista Naveo, Carlos Peña, Faustino Peña, Pedro Pablo Trejo y Andrés Cruz. De la diócesis de Mao: Francisco Paulino, Marcos Cruz, y Lucas Núñez. Como se puede observar, muchos son los llamados y pocos los escogidos.
Transcurrieron diez años de formación continua. Uno en Licey, Seminario San Pio X, otro en La Vega, Seminario Santo Cura de Ars, ocho en la capital, Seminario Santo Tomás de Aquino.
Dios quiso, que mi ordenación sacerdotal, celebrada el 5 de noviembre de 1994, fuese no en mi parroquia San José de la Montaña, sino en el Seminario San Pio X, precisamente el día de la celebración del Catequista. En el aquel entonces, Monseñor Flores Santana, arzobispo de Santiago, quiso significar con la Ordenación Sacerdotal, de Edwin y un servidor, era fruto del trabajo catequético.
Agradezco a Dios los amigos y las amigas que me ha regalado, no son muchos, pero sí suficientes. Me he sentido apoyado y comprendido por cada uno de ellos. Valoro su lealtad, su respeto, sus oraciones y acompañamiento. Servir con amor al prójimo, ha sido siempre mi mayor alegría.
Pbro. Felipe de Jesús Colón Padilla
El autor es, Juez del Tribunal Eclesiástico.