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La pequeña historia del sermón sin palabras

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En una fría región del noroeste americano vivía un buen señor que domingo por domingo asistía a la Santa Misa en su parroquia. De buenas a primeras, sin embargo, dejó de hacerlo. Al pasar varias semanas, el párroco decidió visitarlo.

La noche estaba helada. El sacerdote encontró al caballero sólo en su casa, sentado frente a una crujiente chimenea, en la que los leños encendidos iluminaban todo el hogar. Creyendo adivinar la razón por la que el párroco le visitaba, el hombre le dio la bienvenida, llevándolo a sentarse en un confortable sillón cerca de la chimenea, permaneciendo callado.

El padre se acomodó pero no dijo nada. En aquel denso silencio estuvo contemplando la danza de las llamas alrededor de los leños ardientes. Pasados unos largos minutos, el párroco tomó las pinzas y cuidadosamente eligió un leño que ardía alegremente colocándolo a un lado de la chimenea, totalmente solo. Luego se sentó de vuelta en el sillón, sin decir media palabra.

El anfitrión observó tranquilamente toda la escena, en quieta contemplación.  Un corto tiempo después, la llama del leño solitario comenzó a parpadear y disminuir, reavivándose momentáneamente y ya luego estaba frío e inerte.

En todo aquel tiempo no había mediado ni media palabra desde el saludo inicial. El párroco miró su reloj y se dio cuenta que era tiempo de irse.

Lentamente se paró y tomó en sus manos el leño solitario, colocándolo de vuelta en medio de la hoguera. Inmediatamente empezó a encenderse gracias a las llamas de los ardientes leños que lo rodeaban.

Al irse acercando a la puerta, el anfitrión, lágrimas en los ojos, le dijo visiblemente conmovido: “Gracias, muchas gracias por su visita y especialmente por su ardiente y fogoso sermón.  Dios mediante estaré en la iglesia el próximo domingo.”
Dios nos envía señales todo el tiempo.

Es más, yo casi me atrevería a afirmar que esa es su forma favorita de comunicarse con nosotros. Estamos viviendo en un mundo que trata de decirnos mucho con bien poco. Sin embargo, no son muchos los que escuchan, no son muchos los que mantenemos el oído bien abierto y muchas, muchísimas veces, los mejores sermones son los que se nos dan sin palabras.

Viene a la memoria la anécdota aquella del día en que Francisco invitó a su fiel compañero Fray León a que fueran a evangelizar en Asís. De madrugada partieron hacia el pueblo, y no más llegar fueron recorriendo sus calles en total silencio. Ya hacia el mediodía, León, intranquilo, preguntó a Francisco que cuando empezarían a evangelizar, a lo que Francisco le contestó que desde que entraron en Asís aquella mañanita habían estado evangelizando todo el tiempo.

“Una cosa yo he aprendido en mi vida al caminar, no puedo ganarle a Dios, cuando se trata de dar.

Por más que yo quiero darle, siempre me gana Él a mí, porque me retorna más de lo que yo le pedí.

Se puede dar sin amor, no se puede amar sin dar; si yo doy, no es porque tengo: más bien tengo porque doy.

Y cuando mi Dios me pide, es porque me quiere dar; y cuando mi Dios me da, es porque quiere pedirme.

Si quieres haz el intento y comienza a darle hoy, y verás que en poco tiempo podrás decir como yo:

Una cosa he aprendido, en mi vida al caminar, no puedo ganarle a Dios, cuando se trata de dar.”

¡Y es que el Buen Señor nos da de tantas formas diferentes!

Por eso, precisamente por eso, debemos estar muy atentos a todos esos sermones sin palabras…

Bendiciones y paz.

Juan Rafael Pacheco.